La Niebla del olvido - tercer fragmento
"La Niebla del olvido", de Bloodwitch Luz Oscuria |
Este es el tercer fragmento de mi novela, "La Niebla del olvido", en su versión traducida por Xavier Méndez.
Apenas se ha hecho de día cuando me despierto. No me sorprende, esperaba dormir poco después de la siesta que hice el día anterior. Estamos a domingo. Es el fin de una semana oh cuan movida. Y aunque ignoro las sorpresas, buenas o malas, que la siguiente me depara, tengo ganas de que empiece. Tengo la sensación de haberlo perdido casi todo. Y es el caso, tengo que reconocer la evidencia.
Tras dejar la cama, me dirijo con un paso vacilante hacia la cocina. Sé que me quedan unas rebanadas de pan de molde en alguna parte, podría hacerme unas tostadas. Con un poco de mantequilla y tendría un desayuno pasable. Una vez más, ignoro qué voy a hacer hoy. Las horas que tengo por delante no parece que vayan a ser muy productivas. Y menos aún estando a domingo.
He conseguido echarle mano al pan de molde. Estaba bien escondido al fondo de un armario. La fecha de caducidad es de aquí poco, pero no está pasado, así que puede servirme. Pongo dos rebanadas en el tostador, y saco la mantequilla de la nevera para dejarla sobre la mesa, antes de coger un cuchillo del cajón de debajo de la fregadera.
El tostador me devuelve las rebanadas. Tengo cuidado de no quemarme al sacarlas. Sólo me faltaría que me carbonizase los dedos. Ya tengo bastante con las marcas que llevo en el rostro desde antes de ayer, no tengo ganas de hacer más estropicios. En todo caso, no me ha vuelto a sangrar la nariz.
Me siento a la mesa. Echo de menos a mi hijo. En principio, los domingos nos sentamos alrededor de esta mesa los dos, y tomamos el desayuno juntos. Le saco sistemáticamente lo mismo desde que dejó de tomar biberón: un bol de cereales de chocolate empapados en leche, y un vaso de zumo de naranja. Salvo que ya no queda zumo de naranja en la nevera. Eso formaba parte de lo que se suponía que iba a comprar cuando mi compra se vio interrumpida el lunes. Menos mal que mi hijo no está conmigo. No me habría gustado tener que explicarle por qué no habría tenido su vaso de zumo de naranja como lo lleva tomando desde que dejó el biberón. Sólo porque no he podido hacer la compra.
Recados que se vieron detenidos por el asesinato de la cajera en la tienda. Dios mío, cuando pienso en los amigos que seguramente tenía, se me cierra el estómago. Era algo que no se me había pasado por la mente hasta ahora. Más le habría valido haberse quedado donde estaba. Me siento otra vez mal por esa mujer. Por su parte, ella ya no debe de pensar en gran cosa a estas horas.
Me sorprende que la agente Couton me haya indicado que pronto me daría noticias sobre este caso. No sé muy bien por qué, me pregunto qué tengo que ver yo en todo esto. Sólo soy una testigo, y tampoco es que haya visto gran cosa. A menos que me oculte detalles de los que yo no esté al corriente.
De repente mis oídos captan un ruido que proviene del exterior. Me levanto y me dirijo al salón. En la ventana veo un pajarito en el poyete golpeando el cristal con su pico. ¿Qué puede significar esto? ¿Una buena o mala noticia? No lo sabría decir. Nunca he conseguido interpretar este tipo de cosas. No sé pues si tengo que preocuparme, o al contrario, si no tengo motivo para hacerlo.
Si mi hijo hubiera estado aquí, se habría montado una escena fantástica. Es propio de él maravillarse por todo y por nada, es algo que siempre me ha parecido mono. Incluso cuando era pequeñito y todavía lo sacaba en el cochecito de paseo, miraba con una intensidad desmesurada todo lo que pasaba ante sus ojos. Le atraía el más mínimo ruido. ¡Oh! Eso me ha ocasionado algunas noches en vela, por supuesto, ya que por la noche es el momento en que lo más diminuto toma otra dimensión.
Cada vez que esto ha ocurrido, he entrado con mucho cuidado en su habitación provista de mi modesta linterna, y me he dirigido hacia él de puntillas para rodearlo entre mis brazos, darle un gran abrazo y tranquilizarlo con unas palabras de sosiego. Y cada vez se ha puesto a llorar cuando veía que me acercaba, antes de echarse a reír finalmente, con esa risa tan infantil y tan mona que siempre me ha gustado en él. Y cada vez, he vuelto a mi cuarto únicamente después de haberlo dormido en mis brazos y dejado en su cama, con la angustia de que se despierte y tener que volver a empezar.
Y cada vez, a la mañana siguiente, se levantaba acompañado de una sonrisa de oreja a oreja. Desde que aprendió a hablar, casi siempre me ha dado las gracias por haber venido a calmar sus temores. Incluso los más absurdos. Creo que a menudo era consciente que esas reacciones eran algo tontas. Y hasta cuando todavía no podía comunicarse, sabía disculparse a su manera, por medio de unos grandes y expresivos ojos.
Hoy echo de menos esos momentos de complicidad. William ha crecido, tengo que hacerme a la idea que ya nada volverá a ser como antes. Es así, el tiempo pasa, no podemos detenerlo. Igualmente tengo que permitir que en ciertos momentos, simplemente no tenga ganas de verme, y que prefiera quedarse con Claire. Tengo que aceptar que a veces él pueda sentir que ella lo tranquiliza más que yo. No soy una madre perfecta, ni mucho menos. Tengo mis defectos, soy consciente de ello.
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